ESTO ERA EL CAÑAMO
Me creo en la obligación de hablar de algo que fue motor de la Vega Baja, de algo que durante muchos años, fue trabajo y riqueza, de algo que mereció el mimo de nuestra rica huerta y el esfuerzo del rudo agricultor, del que ama mas a la tierra que a su cuerpo; solo los que hemos vivido, los que mantenemos el dolor en nuestros huesos, los que caminamos agachados o rengueando por el peso soportado durante mucho tiempo, los que recibimos la lluvia, el frio, el calor, el cansancio y el sueño, podemos valorarlo y escribir con el corazón lo que hay escrito en nuestros recuerdos.
Apenas habíamos visto desaparecer el frio del invierno, cuando los pájaros revoloteaban esparciendo su celo por el viento, cuando se olía a primavera, cuando se habían acabado los trabajos del invierno, limpieza de brazales, preparados para regar las cosechas de primavera/verano, entonces comenzaba el rito y preparación para la siembra.
Se escuchaba el sonido de las alegres campanillas que esparcían su alegre palpitar al capricho de la brisa, las vacas movían con su poderosa lentitud la hendida vertedera que iba dejando su huella en su marcado surco. Poco a poco los rastrojos se convertían en barbechos con algunos tolmos de mayor o menor tamaño, los rulos de granito sustituían a la vertedera, para eliminar los tolmos, detrás iniciaba su paseo el ligero arado que volvía a clavarse en las rotas entrañas de la tierra. Cuando se había acabado esta ceremonia, los agricultores tomaban los escondidos mazos de madera para repasar las tierras y romper los tolmos que no se habían roto con el pesado rulo.
Acabados estos preparativos, con unos bancales lisos, con un suelo como marcado a nivel, donde las corvillas en la siega tenían fácil correr, se mezclaba el súper, el amoniaco y potasa y se esparcía sobre la tierra preparada, a continuación se procedía a iniciar la siembra, manos hábiles con movimientos calculados lanzaban los redondos cañamones que saltaban sobre la desmenuzada tierra, detrás el rulo daba el último repaso, el último apretón para que el suelo quedase uniforme y llano. Ya estaba el rito acabado, solo faltaba que las aguas del fértil Segura inundaran los mimados bancales. Cuando se secaba la tierra, el punzante tablón de clavos recorría de nuevo los campos, rompiendo la corteza endurecida para que naciera la esparcida semilla.
Al calor de la suave primavera germinaba el impetuoso cañamón, los pequeños tallos verdes alfombraban la Vega Baja, rápidamente crecían dando frescura y sombra a la tierra que les alimentaba.
Conforme crecía la impetuosa cosecha, se aprovechaban los mayores para asustar a los pequeños con “el tio del saco”, pasar junto a un bancal que solo distaba del vecino escasos centímetros, imponía respeto o miedo.
Llegado el mes de Julio, los herreros trabajaban a ritmo forzado, en Catral, los artesanos que habían terminado la fabricación de las hoces, acometían en la fragua y sobre el yunque contra el hierro incandescente, fabricaban las corvillas cañameras, heredado el saber de dar un buen temple al acero, fabricaban la herramienta que iba a derribar el verde gigante, aquel a quien toda la Vega Baja esperaba impaciente.
Empezaban la dura campaña con el sudor que habían vencido en tantas batallas, iniciaban su tarea afilando las corvillas, preparando “las amolaeras” que debían dar filo a sus apreciados instrumentos. Trabajaban de sol a sol, contra las duras varillas que recibían sobre el brazo izquierdo según se iban cortando, cada garbilla la dejaban sobre el suelo y seguían cortando y dejando una junto a otra.
Se había derribado al enemigo pero todavía quedaba mucho trabajo duro por hacer, tendido e inerte se comenzaba a atar las garbillas con el fino “filete “, fabricado de esparto o juncos, al tiempo que la áspera corteza iba lijando poco a poco los desnudos brazos. Cuando el sol había secado las hojas, armados de orquetas de madera, a pleno sol, cuando mas apetecía dormir la siesta, se empezaba a “esjargolar”, había que limpiar de hojas las varillas, una tras otra, golpe sobre golpe, iban dejando limpias las garbillas.
Se dejaban tendidas en el suelo esperando que el sol las fuera blanqueando, cuando esto ocurría se les daba la vuelta hasta que estaba blanca por ambas partes. Se daba el paso siguiente, se unían varias garbillas y formada la garba y se procedía a atarla con las “cordetas” de esparto.
Terminaba con ello el trabajo sobre el bancal, pero se iniciaba la nueva etapa, había que movilizar el transporte, se colocaban sobre las carretas, los marcos de madera, se metía el “sebo” en los cubos de las ruedas, sobre los rastrojos giraban las pesadas ruedas, se empezaba a cargar las garbas, (se colocaba la mano izquierda sobre las puntas de las varillas, la mano derecha se colocaba debajo de la garba y con un movimiento uniforme se lanzaba la garba sobre el carro o carreta). Cuando se había colocado la carga, sobre ella se tendía una cuerda, generalmente de cáñamo trenzado, atada una punta de la cuerda a la base delantera del carro, a una distancia estudiada, se ataba una “guillorta”, en la parte trasera del carro se había atado un gancho de madera, se pasaba la cuerda por el gancho y después se pasaba por la guillorta, uno o varios trabajadores tiraban de la punta de la cuerda, tiraban hasta que alcanzaban sus fuerzas, hecho esto se ataba la cuerda al gancho o a cualquier punto del carro, ya estaba el carro o carreta listo para viajar.
Tras la siega y limpieza de las hojas secas de esta varilla, se necesita separar la fibra de la “gramisa”, para ello las garbas se tienen que meter en agua durante 8 o 10 días, depende de varios factores, grosor y secado de la varilla, temperatura y sobre todo la reacción química.
Para mantener el agua durante varios días hay que transportar estas plantas hasta donde haya un sitio donde el agua permanezca mucho tiempo, para esto se construyeron las balsas, hendidas en el suelo con unos 2 metros de profundidad y revestidas en la solera y las paredes con muros hechos de piedra y cal, o con piedra y hormigón conseguían retener el agua durante mucho tiempo, pero no solo era necesario que no se saliera el agua, también era necesario tener agua disponible para rellenarla, cuando se sacaban las garbas se llevaban agua, alguna que se evaporaba, alguna que podían perder los tapones que se colocaban en la salida que se hacían para vaciar las balsas. ¿Como se solucionaba esto?, o bien dividiendo la balsa al construirla, con lo que se hacía un deposito de reserva, o bien disponían de algún nacimiento o brazal por donde corría el agua continuamente. En Catral las balsas se construyeron en los últimos años de su uso, las primeras estaban construidas casi todas fuera del término de la población, había 2 en termino de Crevillente, donde termina la Azarbe de la Partición, que recogían las aguas de la Partición o del Convenio, estaban situadas junto al límite de Catral con Crevillente, muy cerca de mojón que marca la separación de ambos municipios.
Las más importantes estaban situadas en término de Albatera, cerca del paraje del Palomo y tenían su acceso por el camino que pasa junto a la pedanía de “Las Casicas”, tenían agua asegurada del nacimiento del cabezo de la piscina. También había balsas donde se embalsaba, a la parte norte del mismo cabezo.
Llegados los carros y carretas hasta las balsas elegidas, descargaban las garbas junto a los tendederos, cuando las balsas habían quedado vacías desde los escalones o sacaores se iban metiendo las garbas sobre el agua, , por ambos lados, se ponía un balsero frente al otro, se emparejaban con las flores hacia dentro y los culos hacia fuera con lo que se conseguía la igualdad de altura en todas las garbas que se habían colocado dentro del agua. Lo más importante a la hora de realizar esta actuación era mantener las garbas unidas lo más posible, dado que sobre ellas había que caminar mas tarde para colocar las piedras que obligarían a las garbas a permanecer bajo el agua, era frecuente que por descuido o falta de experiencia al no estar las garbas bien unidas se colaran los balseros o visitantes, faltos de experiencia, por entre la garbas y terminaran dentro del agua.
Cuando se terminaba de embalsar, sobre las garbas apretadas, acometían los balseros la pesada labor de colocar las piedras, piedras redondas que a veces probaban la fuerza de un solo hombre, se iban transportando, rodando sobre las garbas y colocando de forma estudiada hábilmente, poco a poco el agua iba subiendo mientras se cubrían todas las garbas.
Pasado un tiempo más o menos calculado, se extraía del agua algunas varillas de las embalsadas, para saber si se debía sacar o no, se partía la varilla, si al romperse soltaba bien la fibra, se podía sacar la balsa, si se mantenía un poco pegada o no se separaba fácilmente había que dejarla más tiempo.
Cuando por fin estaba en su punto, sin distinguir el calor o el frio, sin pensar ni en el peso ni en el agua, cada balsero cargaba en sus espaldas la mojada garba para repartirla por el tendedero, había que soltar la cordeta de la garba, y cada garbilla, abrirla, como si se tratara de un abanico, para formar una tienda india, se seguía cargando una tras otra hasta que el agua elevaba flotando, la última que emergía. El tendedero quedaba cubierto de blanco, mientras a los pies de los balseros corrían pequeños hilos de agua que mojaban sus pies.
Se había sacado una balsa, quedaban muchas por sacar y sin apenas descansar, se acometía el asalto para volver a llenar, nuevas garbas bajo las mismas piedras se cocían sin parar.
En el tendedero, se ponía en marcha el tiempo, antes de que se tuviera que sacar la próxima balsa, había que recoger la que se había tendido a secar, mas mojada o más seca se tenía que retirar, vuelta a unir la cordeta con la garba, cargar sobre la carreta o el carro y llevarla hasta donde se había de gramar, se soltaban las garbas, se volvía a escampar, formando su tienda india, esperando un buen sol que las secara.
Por fin llegaban las gramaeras, piezas artesanas sacadas del tronco de un árbol, casi siempre de la morera, el carpintero hundía sus instrumentos en el árbol elegido, cortando un triangulo como se corta hoy en una bola de queso, limpiaba ese espacio, y de la parte extraída se formaba como una hoja de navaja, en uno de los lados se colocaba una lamina de hierro, sin llegar a ser cortante, pero fina, en la parte opuesta se colocaba un asa de madera en una punta, en la otra punta en el centro de la madera se hacia un agujero y coincidiendo con el se hacia otro en la base que había quedado del tronco de la morera.
En el agujero que se había hecho se colocaba un eje de madera, la parte en que llevaba él asa quedaba suelta para que pudiera subir y bajar, se ponía 4 patas y ya había una gramaera.
A esta máquina artesana había que unir el brazo de un hombre, el brazo de un gramaor. A partir de ese momento al ritmo de un corazón se empezaba a partir las varillas de cáñamo, por un lado, partidas salían las gramisas, en la mano del gramaor se iban rollando las hebras, era cáñamo que se arrancaba con el alma de un gramaor.
¿Cómo se hacían las garberas?, se colocaba una garba de pie, erguida como mirando al cielo, se iban pegando otras garbas a su alrededor, formando circulo, poco a poco la base se iba ensanchando y la cúpula se iba quedando más pequeña, con un diámetro reducido, con esto se podía llegar a conseguir que la garbera quedara totalmente horizontal, pero no hubiera sido rentable, la lluvia se hubiera colado por el centro y hubiera calado toda la garbera, solamente se iban acumulando garbas hasta que se empezaba a perder un cierto desnivel con capacidad suficiente para que se deslizara el agua. Para darle más protección se soltaban algunas garbas y abriéndose las pequeñas garbillas se apoyaban en el collo del centro y se dejaban caer formando una tupida ladera.
Podría seguir explicando cómo se menaba, como se hacían las cuerdas pero dejo ese privilegio a los artistas de Callosa de Segura.